Da quella Porta

Dedicado a mis amigos de Bolonia, que desde el ’94 comparten conmigo amor, nostalgia y recuerdos de aquella vida que vivimos en la Dotta, la Grassa, La Rossa.

A mi tio Manolo, Tito, por su cuidado y su amor incondicional y por enseñarme tantas cosas.

A los que son capaces de escapar felizmente de los convencionalismos. Y a los que no lo son.

A mi querido amigo José Luis Muñoz, que, con sus obras, sigue inspirándome relatos eróticos.

Y a D., que hoy me ha inspirado para escribir sobre este tema.

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“ Hablé por vez primera. Me temblaba la voz.

– ¿Vas a desaparecer?

No contestó. Se abstrajo en el sombrío y reluciente mar, estremecido como las ancas de un potro negro, mezclado ya con el cielo. Las estrellas, más misteriosas que nunca, tachonaban la noche. Tuve un escalofrío”.

Antonio Gala. El imposible olvido.

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 Siempre temió que él desapareciera. Desde que apareció.

Aquella primavera llegaba tímida y provocadora, como aquel sentimiento desconocido. Sentía su timidez mezclarse con las hojas de los libros de texto de la Universidad y encontrar paz sólo en ellas.

Hasta que él quiso compartirlas.

Los paseos empezaron a sucederse. Hoy por Via Zamboni, bajo los pórticos, cruzándose y tropezándose con otros estudiantes que olían a humo y a aula antigua. Mañana por Strada Maggiore, hasta la Porta Maggiore, para luego perderse en la penumbra de las osterias…Pasado por las calles que llevaban de forma más rápida a los Giardini Margherita, donde se perdían entre los árboles y podían dejar de pensar en quién los miraba…Allí hablaban durante horas, con una piadina y una Moretti sacadas de su Invicta, tumbados en la hierba, riendo a carcajadas y descubriendo sus respectivas vidas, aventuras y deseos…

No podía dejar de observarle durante las clases. Sus ojos, de un verde esmeralda, fulguraban energía vital. Sus manos, larguísimas, perfectas, casi etéreas, cogían la pluma como si la acariciaran. En aquel momento, cuando sus ojos se posaban en sus manos, deseaba con todas sus fuerzas que sus dedos rozaran algún día su cuerpo con la delicadeza y la languidez con la que asían aquella pluma. Casi sentía la piel deslizarse sobre la suya, sintiendo los poros abrirse a su paso, los vellos erizarse, el escalofrío recorrer todo el cuerpo en décimas de segundo. Las clases eran un sucederse continuo de momentos de éxtasis, sin poder apartar sus ojos de él…

Por la noche, cuando no quedaban para verse, llegaba a su apartamento de estudiantes y se desnudaba lentamente, mirándose en el espejo. Acariciaba sus mejillas y sus sienes, despacio, en silencio, como si fuera él quien las estuviera tocando. El cuello se tensaba. Los pezones se erguían…y, bajando hacia su sexo, cerraba los ojos y se dejaba llevar hacia su recuerdo, deseando que una de aquellas noches, fuera él quien hiciera ese recorrido prohibido y maravilloso que nunca ningún hombre había hecho…No era capaz de medir el deseo que le acuciaba y que, desde aquella primera tarde de clase en el mes de septiembre, recién llegados los estudiantes Erasmus a Bologna, le consumía. Nunca había deseado a un hombre como a Bernard. Y aquel deseo, extrañamente, lejos de provocar culpa o temor, invitaba a traspasar los límites conocidos y a transgredirlo todo.

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Aún hacía frío por las noches. Habían tenido un parcial de Diritto Commerciale y unos cuantos compañeros habían salido en tropel, en justa algarabía, tras el examen, yendo a recorrer las osterias de Via del Pratello. Bebieron mucho aquella tarde y la serata se alargó…

– Vamos a mi apartamento.

– ¿Ya tienes ganas de terminar la juerga?

– Necesito que vengas a mi apartamento. Tengo que enseñarte algo.

– De acuerdo…vamos.

Bernard abrió la puerta con aquella llave vieja y pesada, que retumbaba en la bóveda de la escalera del palazzo. No podían dejar de reír por lo bajo, borrachos y felices, despreocupados de todo…

Cerró la puerta tras de sí y le asió por la cintura, dándole bruscamente la vuelta. Sus caras quedaron a escasos centímetros. Sintió su respiración llenarle los ojos y las mejillas. Nadie hablaba. Silencio. Sólo sus jadeos enquistados, cada vez más intensos, casi dolorosos del deseo de multiplicarse.

Bajó la mano por su vientre…hacia su sexo. Y aquella mano delicada, con la que tanto había soñado durante las horas de clase, agarró con fuerza su pene y le comenzó a enloquecer. Se dio cuenta de que jamás volvería a ser el mismo después de sentir aquella tormenta, aquel paraíso en un cuerpo y en una mirada. La perdición.

Se perdieron juntos en las sábanas de la cama de Bernard. Los dos muchachos desarmados, desnudos de prejuicios y de convencionalismos, entregándose el uno al otro como jamás lo habían hecho con nadie. Gritaron de placer y de éxtasis compartido. Lloraron. Y se durmieron el uno en el otro, casi siendo uno…

La primavera se tornó en verano. Y la indescriptible pasión de Bernard y Álvaro adquirió tintes de tragedia. Contaban los días que les faltaban para volver a sus respectivas ciudades, como si se les escapara la vida. Pasaban las tardes en la cama del apartamento de Bernard – que vivía solo y no con compañeros, como Álvaro – haciéndose el amor y llorando tras el éxtasis, abrazados, aterrorizados, sin querer enfrentarse a la muerte de aquel amor, que se avecinaba con paso certero. No se decían nada. No hacían planes. Sólo compartían el miedo y el horror de la separación que sabían cierta y cercana.

Y los momentos siempre llegan en la vida.

Y aquel llegó.

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Se habían despedido la noche anterior en casa de Bernard. Ambos llevaban días sin poder comer. Sin ir a clase – ya habían hecho todos los exámenes finales y las clases no tenían ya la más mínima importancia para ellos – sin salir con los amigos. Apuraban cada segundo de la vida que precedía a aquella muerte anunciada, desgarrados por dentro y consumidos por fuera, temblorosos, destruidos, inertes en vida. Nunca un amor fue tan terrible y tan grandioso para ellos. Nunca lo volvería a ser.

Caminaron juntos hasta Porta San Donato, al salir de la Facultad. El sol languidecía, ya casi escondiéndose tras los muros de la antigua ciudad amurallada. Le miró de soslayo, y casi no pudo ni verle, de las lágrimas que ahogaban sus ojos. Sólo vió el brillo de aquel mechón de pelo, aquellos ojos verdes casi cerrados del llanto, enrojecidos, con aquella tristeza infinita que se había instalado en sus miradas y en sus vidas desde que se habían dado cuenta de que su amor terminaba y nada podía impedirlo. Al día siguiente, Bernard volvería a París. Álvaro a Salamanca.

Llegaron a la Porta. Allí estaba la parada del autobús 21. Se detuvieron el uno frente al otro, sin hablar. El tiempo también se detuvo.

Se abrazaron. Sintiendo cada uno el cuerpo del amigo, del compañero, del amante, de su todo. Memorizando el calor, el temblor, el olor de cada uno. Aquel momento infinito que jamás – jamás – ninguno de los dos podría olvidar.

Tras una eternidad, se separaron. Bernard dio media vuelta y empezó a andar hacia la parada con paso firme y decidido. Bernard era fuerte. Él podría.

Álvaro quedó de pie, bajo el pórtico, viendo alejarse a su primer y único amor. A la única verdad que había sentido desde que empezó a ser hombre. Él también dio media vuelta. Y comenzó a andar el camino de su vida sucesiva. O al menos, eso creyó.

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“ Salamanca. 10 de octubre de 1.995

Estimado Bernard,

Cuando recibas estas letras, ya no podrás hacer nada. Álvaro falleció hace seis días.

Soy Elena, su madre. Sé que Álvaro te habló mucho de mí, porque me lo contó cuando volvió de Bologna hace tres meses. Por eso me he decidido a enviarte estas letras, acompañando a una última carta que Álvaro dejó para tí y que, estoy segura, sabía con certeza que yo te haría llegar.

No sufras ni te sientas culpable. Sé del gran amor que habéis vivido y sé que, tanto tú como él, habéis dado vuestra vida por ello. Pero Álvaro la ha dado literalmente. Él me dijo que tú eras fuerte, que le olvidarías. O al menos, que reharías tu vida y le recordarías con ternura y nostalgia, a lo largo de los años. Pero él, desde el momento en que te dejó en Porta San Donato, sabía que no podría vivir sin tí. Nada hemos podido hacer. Se ha marchado voluntariamente. Rápidamente. Sin dolor.

La vida marca los destinos de los que se cruzan en tu camino. A veces son aciagos y a veces maravillosos. Sólo siento que la debilidad de mi hijo no le haya permitido, a él también, recordarte a ti con ternura y nostalgia. Pero, aunque destruída, soy feliz de que se haya ido habiendo vivido lo que muchas personas no son capaces de vivir en toda su vida: un amor tan inmenso e indescriptible como el vuestro.

Tuya,

Elena.”

 

“Salamanca. 4 de octubre de 1.995.

Mi amado Bernard,

Nada existe sin tí. Los cuerpos están llenos de marcas oxidadas. Las cosas, todas las cosas del mundo, cubiertas con una pátina de tristeza absoluta, que no me deja respirar, que me ahoga, que me consume.

Anhelo tu respiración para poder sobrevivir. Busco tus manos para poder asirlas, pero no las encuentro, ni las toco, ni las siento. Y estoy empezando a olvidar tus ojos. El color de tus ojos, la forma de tus ojos, el brillo de tus ojos.

Creo que me estoy volviendo loco y no puedo trasladar esta locura a los que me rodean, que no lo merecen ni lo entenderían. Pero tampoco puedo seguir viviendo así.

No me cuesta ningún trabajo despedirme de este mundo, porque en él ya no estás tú. Porque sé que existes en algún sitio, donde nos hemos prohibido existir el uno para el otro. Pero no debí obedecer aquel pacto. Para poder obedecerlo he de irme ahora.

Recuerda que mi cuerpo sólo fue tuyo y tuyo siempre será. Nunca nadie más vivirá en tí como yo lo hice. Ni nadie más vivirá en mí como tú lo hiciste. Eso te lo puedo prometer. Y a ello me dispongo.

Bernard, mi gran amor, mi desdicha, mi perdición, mi locura, mi todo. Nunca el amor debió tener tu nombre. Pero no hay más nombre que el tuyo.

Te amo,

Álvaro.”

 

Bernard se desplomó, apoyado en la pared de su cuarto, resbalando por ella hasta el suelo, con la carta en la mano, cerrando los ojos, recordando a aquel muchacho que había sido su vida durante los meses del curso anterior en Bologna y que, a pesar de lo que sus amigos más íntimos le aconsejaban y él mismo se había querido imponer, no había logrado olvidar ni un solo instante desde que volvió a París en verano.

El día anterior había comprado un billete de avión a Madrid para la semana siguiente. Y también se había informado en la agencia de las combinaciones de tren a Salamanca. Iba sin decirle nada. Le buscaría en su casa, de repente. Y le diría que había ido a vivir cerca de él, porque lejos de él no era capaz de vivir. Por mucho que rompiera el pacto que habían hecho.

Él era el más fuerte de los dos, como Álvaro siempre decía. Y era cierto. Pero su corazón no sabía nada de esto…Y fue más débil que él mismo.

Su corazón, herido de muerte, se detuvo y le dejó clavado en aquella pared, los ojos perdidos, las manos hacia arriba, como esperando que las manos de Álvaro le agarraran, la boca en una mueca de desesperación.

Cuando su madre entró, horas después, en la habitación, le encontró ya sonriente, frío, blanquecino.

Muerto de amor.

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