Su amiga

Nerea tuvo miedo. Como tantas otras veces.

Había leído 3 veces los mensajes de su amiga en el chat de Whatsapp. Incluso allí, en aquel espacio virtual y desnudo de emociones, sintió detrás de aquellas parcas palabras el profundo abismo al que Laia había descendido.

La echaba de menos. Mucho más de lo que hubiera imaginado.

Se habían recuperado la una a la otra hacía poco más de un año, tras otros tantos de ausencia y lejanía, causada por una de esas cosas inexplicables que a veces la vida utiliza para separar a dos personas sin que estas en realidad sepan qué sucede ni quieran, en el fondo de su corazón, que sucedan.

Hasta aquella separación, llevaban más de 10 años de amistad. Una amistad que surgió por pura casualidad (o como Nerea acostumbraba a decir, “causalidad”) y que no llenó un hueco en el corazón de Nerea, sino que, más bien, creó un espacio proprio para aquella relación sui generis que surgió entre ellas desde el primer día. Laia era más de 15 años mayor que ella; era una mujer sabia. Nerea siempre la tuvo en un pedestal de admiración por muchas razones: por su inteligencia, por su bondad, por su increíble capacidad para conseguir lo que se propusiera, por su infinito tesón, por su increíble grado de eficiencia en todo, por su maestría con las palabras y con las lenguas y por muchas otras razones. Pero había dos, especialmente dos, de aquellas razones, que eran su debilidad: Laia le hacía reír con su humor cáustico, inteligente e inesperado. Y le hacía sentirse mejor persona y más capaz cuando estaba a su lado. Pero es que, además (y esta era LA razón primordial), cuando se encontraba con ella, aunque hiciera media hora que se hubieran visto, sentía un pellizco de alegría en el corazón al verla aparecer con aquella media sonrisa – tímida, elegante, soslayada – y cuando se abrazaban.

No tenía una etiqueta para su amiga, pero la sentía cercana en el corazón, como si fuera su hermana mayor. Con ella se sentía segura, protegida, en casa.

La quería. La quería mucho.

Recuperarla había sido una de las mayores alegrías de los últimos años, los cuales fueron oscuros para Nerea, muy oscuros. Y ahora la veía marchar por una senda inhóspita. Laia se alejaba por voluntad propia, sin que hubiera sucedido nada entre ellas. Se alejaba del mundo. Nerea sabía que no se trataba de ningún problema con ella. Sabía que aquello era un viaje interior de Laia. Pero le dolía enormemente verla partir, con sus maletas cargadas de dolor, con su caminar cansado, arrastrando los pies y el alma, con la tez pálida y el corazón opaco.

Se sentía impotente y profundamente triste por el alejamiento impuesto. Pero la respetaba y la entendía. Ella misma había emprendido aquel viaje alguna vez en su vida y sabía que nadie te puede acompañar. Pero Nerea y Laia eran muy distintas. Nerea vivía hacia afuera. Laia, hacia adentro. Por eso Nerea insistía e insistía, aunque tímidamente, para que se vieran o hablaran. No había nada que hacer. A cada intento se topaba con una pared infranqueable: la del encierro decidido voluntariamente. No en una casa, sino en un espacio inmaterial, perdido quién sabe dónde. E inexpugnable.

Había viajado al Norte de Europa en la época de Navidad y había pensado en su querida amiga al pasar por una tienda de arte y antigüedades. Entró, cautivada por lo visto en el escaparate e imaginando la euforia de Laia si hubieran estado juntas en aquel espacio donde el tiempo se detenía, que olía a papel viejo, arte, pasado e historia…Le compró un regalo que pensó que le encantaría. Al volver a casa, lo envolvió con cariño y cuidado, esperando que llegara la Navidad para encontrarse con ella y ver su cara de sorpresa al abrir el paquete…Disfrutaba tan solo imaginándolo…

Sin embargo, el tan ansiado encuentro navideño se torció por una razón cualquiera…y luego Laia calló. Al principio Nerea pensó que sería uno de esos periodos difíciles que ambas conocían tan bien…o un corto tiempo de silencio.

Pero un día Laia le habló brevemente de lo que estaba viviendo…Con palabras parcas pero rotundas, afiladas como cuchillos. Y entonces tomó conciencia de que ese viaje no era breve…ni a lugar conocido.

Y fue entonces cuando sintió miedo. Por su amiga…por no saber a dónde la iba a llevar aquel viaje incierto y por no querer que la llevara a ningún sitio del que no regresara…

Pero también por ella misma. Fue un miedo irracional, inexplicable, desgarrador. Un miedo que le hizo sentir un nudo en la boca del estómago, porque recordó aquel otro regalo de Navidad nunca entregado.

Lo había comprado con ilusión los últimos días de diciembre, para dárselo a su madre el día de Reyes. Era un jersey de cashmere color marrón café con leche, de cuello alto, precioso, suavísimo y elegante, que le quedaría maravillosamente a su madre y que la ilusionaría sobremanera. Forró una caja de zapatos con un papel de flores grandes blanco, verde y rojo. Envolvió el jersey en papel de seda blanco y puso un lazo a la caja. Tenía tantas ganas de ver su cara de sorpresa la mañana de Reyes…Pero aquella mañana nunca llegó. Su madre se fue para siempre a bordo de un tren, de vuelta a casa, una mañana de tres de enero. Y aquel jersey quedó metido en su caja durante años, en un armario. Hasta que Nerea tuvo valor para abrir la caja, sacar el jersey y ponérselo, con todo lo que llevaba impregnado.

Y ahora tenía un paquete primorosamente envuelto…esperando en uno de los huecos de la estantería de su habitación. Y cada vez que lo miraba, sentía el mismo pellizco en la boca del estómago…y pensaba en Laia. Y la echaba de menos…y le escribía: “¿Cómo estás”? Pero Laia, simplemente, no estaba.

Pasaron los meses. Unos meses que se hicieron muy largos para Nerea. Ella también libraba su propia batalla interior contra la tristeza. Siempre pensó – y la vida lo corroboraba – que cuando te han golpeado el corazón en muchas ocasiones, al final las heridas no cicatrizan, sino que permanecen siempre un poco abiertas, esperando a que alguien o algo simplemente se acerque a ellas o las roce con la yema de los dedos, bastando eso para que se abran de par en par, en canal, y sangren, y duelan, y supuren.

En esos meses sentía que toda ella era una herida abierta…y era incapaz de cerrarla.

Una mañana sonó el móvil. Miró la pantalla y vio su sonrisa – tímida, elegante, soslayada – y descolgó, sonriendo a su vez, y escuchando por fin aquella voz que tanto había echado de menos:

María Nerea (como la llamaba Laia cariñosa y jocosamente)…¿quedamos?

Ya pensé que no me lo ibas a proponer antes de los ochenta…(sonrió más aún). ¿Hora y sitio?

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