Su cumpleaños

Era su cumpleaños. Pero no se podían ver. Estaban lejos, a miles de kilómetros el uno del otro.

Sin embargo, ella recordaba con facilidad el cuerpo desnudo de él, tumbado en la cama deshecha, al atardecer, con la tenue luz del último sol entrando por las contraventanas entreabiertas de aquel balcón que les daba el único aire que respiraban en aquella habitación.

Aquel espacio minúsculo había sido su infinito en los últimos cinco días.

Habían salido de allí en contadas ocasiones durante aquellos cinco días escasos y, a la vez, interminables, hacía ya meses. Para comprar víveres, para tomar un vino frente al mar en una playa cercana, para bañarse desnudos a la luz de la luna la noche anterior a la despedida.

No necesitaban ningún contacto con el mundo exterior. Solo querían aislarse, declararse perdidos el uno en el otro, abandonados. Extenuarse y desaparecer, uno junto al otro, uno dentro del otro. Uno en el otro.

No existían reglas, ni etiquetas, ni promesas. No existía nada, tan solo el deseo que les arrancó la piel a tiras desde el primer abrazo, desde el primer beso, desde la primera mirada.

Así dirimieron sus diferencias: devorándose, haciendo el amor interminablemente, sin sentido, sin cansancio, sin pudor y sin noción de nada que no fuera el cuerpo del otro.

En las pausas del furor, reían a carcajadas por cualquier tontería. Se acariciaban, se recorrían con las uñas y los dedos, con los ojos, con la lengua. Hablaban de la vida y de sus cosas. Intentaban retener en la memoria eso que tanto se estaban dando en tan poco tiempo, en tan poco espacio. Eso que el otro le estaba dando sin haberlo pedido ninguno de los dos: la vida que no sentían hacía tiempo. Eso era lo que les arrastraba sin remisión hacia el ansiado precipicio: el sentirse más vivos que nunca. El sentirse ambos deseados, adorados, amados, satisfechos como hacía mucho tiempo no se sentían. Agotados de tanto dar. Exhaustos de tanto recibir. Completados, por fin. Por un instante fugaz, pero completados.

El viaje de vuelta fue como despertar de una larga noche de embriaguez. El avión aterrizó y ella no entendía dónde estaba. Le daba vueltas la cabeza, estaba desorientada, tenía ganas de vomitar. No podía llorar. No sabía por qué estaba allí, de vuelta en su realidad. Había vuelto, y no recordaba cómo. O sí…

Recordó de repente sus labios carnosos besándola, sus brazos fuertes aferrándola frente a la cola del control de equipajes, y aquella mirada que se le clavó en las vísceras, como su sonrisa. A lo lejos, había escuchado “Hasta pronto…”. Sonrieron ambos.

Habían pasado muchos meses. Cada uno siguió con su vida. Ella se había prohibido pensar en él. Pero hoy era su cumpleaños. Y decidió escribirle una carta, en la que, sin embargo, no sabía qué escribir. Porque entre ellos no había reglas, no había etiquetas, no había hechos ni realidades, más allá de lo que tenían. Tenían todo y nada. Eso eran ellos.

Y escribió.

“Mis noches se han convertido en suburbios oscuros que apestan a hedor de soledad. Anhelo tu cuerpo como alguien que no ha bebido en largos días y que casi no siente ya ni el paladar. No te pienso, ni te amo, ni te deseo. No respiro por temor a recordarte y querer dejar de respirar.

Solo tu cuerpo es lo que sienten mis manos cuando acarician las sábanas. Solo tu aliento es lo que siento junto al mío en la almohada. Solo el olor de tu piel es lo que se respira en la penumbra de mi habitación enorme y vacía. Solo tengo ganas de ti. Feliz cumpleaños”.

La carta llegó y él alquiló la misma habitación donde estuvieron confinados, solo para leerla.

Leyéndola, sintió como ella se retorcía de placer entre su cuerpo en las sábanas arrugadas. Sintió él mismo el abandono del placer que ella le había regalado aquellos cinco días, interminablemente, repetidamente, una y otra vez, sin descanso, sin razón alguna. Porque no podían hacer otra cosa que regalárselo mutuamente.

Y aquel fue su mejor regalo de cumpleaños. Sonrió, con una mueca de nostalgia. El último sol entraba por las contraventanas entreabiertas del balcón.

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